Columna sobre Geopolítica y Geoestrategia, 1° de Agosto de 2025

Chile, China y la cooperación científica astronómica: El caso TOM en perspectiva geopolítica

Por Paola Henríquez
La cooperación científica internacional ha sido presentada durante décadas como un espacio neutral, un terreno donde el conocimiento trasciende las fronteras ideológicas o estratégicas. Sin embargo, la experiencia reciente entre China y Chile, particularmente con la paralización del proyecto astronómico TOM (Tracking and Object Monitoring), invita a repensar este ideal. ¿Puede un telescopio convertirse en una pieza dentro de una partida geopolítica? ¿hasta qué punto un país pequeño como Chile puede decidir con autonomía qué alianzas científicas entabla, sin despertar la suspicacia de sus socios tradicionales? Estas preguntas, que hace una década habrían parecido inverosímiles, hoy están en el centro del debate sobre el margen de acción de Chile frente a las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China.
El caso TOM es revelador. Se trataba de un ambicioso proyecto de observación del espacio profundo y monitoreo de basura espacial, desarrollado conjuntamente por la Universidad Católica del Norte en Chile y el Instituto de Óptica Fina de la Academia de Ciencias de China. Aprovechando los cielos privilegiados del norte chileno, la iniciativa prometía consolidar a Chile como un nodo científico clave en el hemisferio sur. Pero en abril de 2025, el gobierno chileno decidió suspender su ejecución en medio de un clima de presión diplomática, sospechas de espionaje y acusaciones sobre el potencial «uso dual» del telescopio.
La explicación oficial fue que el convenio se había tramitado de forma irregular, al involucrar a una universidad privada sin canalización institucional a través del Estado. Sin embargo, esta versión resulta débil si se considera que el proyecto contaba con permisos sectoriales previos y había sido públicamente promovido durante años sin mayores objeciones. Todo indica que las verdaderas razones no son jurídicas ni administrativas, sino geopolíticas. Estados Unidos, preocupado por el creciente despliegue tecnológico de China en América Latina, manifestó informalmente su inquietud por los posibles fines estratégicos del telescopio TOM. Aunque no hubo pronunciamientos oficiales desde Washington, la coincidencia temporal entre las gestiones diplomáticas estadounidenses y la suspensión del proyecto no pasó desapercibida. El mensaje fue claro: la cooperación científica también puede ser un campo de batalla geopolítico.
En este contexto, cabe preguntarse: ¿cuál es la capacidad real de Chile para decidir su destino científico? ¿es libre para colaborar con quien estime conveniente? ¿o debe atenerse a una lógica de “alineamiento tácito” que lo mantiene dentro de los márgenes definidos por las grandes potencias? La respuesta no es sencilla, y el caso TOM lo demuestra. No se trata de minimizar legítimas preocupaciones sobre la soberanía tecnológica o la seguridad nacional. Es evidente que cualquier infraestructura científica sensible (como un telescopio de alta precisión), puede tener usos que van más allá de la investigación pura. Tampoco se puede ignorar que China, al igual que otros países, utiliza la ciencia como una herramienta de poder blando: ofrece becas, financia centros de investigación, propone iniciativas bilaterales, pero también proyecta su influencia. Aun así, asumir que toda colaboración con China es sospechosa por definición, mientras se naturaliza la dependencia tecnológica de Occidente, refleja una forma poco saludable de sesgo.
Este episodio también expone las contradicciones de la política exterior chilena. Por un lado, se busca ampliar alianzas, diversificar socios y participar activamente en espacios como el Foro CELAC-China. Por otro, se mantiene una lealtad estructural hacia Estados Unidos, en parte por historia, en parte por dependencia económica y militar. Entre ambos polos, Chile intenta navegar en un equilibrio complejo, pero el caso TOM evidenció cuán frágil puede ser ese equilibrio cuando se cruzan líneas sensibles. Más allá del caso particular, la suspensión del telescopio TOM abre un debate más amplio: ¿qué marcos normativos necesita Chile para asegurar una cooperación científica transparente, soberana y estratégica? ¿cómo se define hoy la “autonomía científica” en un país que no produce tecnología de punta, pero que ofrece condiciones excepcionales para desarrollarla? y, sobre todo: ¿puede la ciencia seguir siendo un territorio neutral en medio de una guerra fría tecnológica?.
En el plano internacional, el caso TOM no es una excepción. La rivalidad entre China y Estados Unidos ha convertido múltiples ámbitos del conocimiento en escenarios de disputa. Desde la inteligencia artificial hasta la investigación farmacológica, los proyectos conjuntos ya no se evalúan solo por su mérito científico, sino también por su potencial estratégico. La noción de “uso dual” ya no es una excepción, sino la nueva norma. En este contexto, cualquier iniciativa con participación china será escrutada al detalle, tanto por actores externos como por la propia opinión pública chilena. Por ello, más que rechazar categóricamente estas colaboraciones, Chile necesita establecer reglas claras. No se trata de cerrarse al mundo ni de caer en una lógica binaria de “con nosotros o contra nosotros”. La clave está en definir criterios propios, transparentes y democráticos para gestionar alianzas internacionales en ciencia y tecnología. Estos criterios deben considerar tanto los beneficios del intercambio como los riesgos asociados. Y, sobre todo, deben ser formulados desde Chile, no desde las capitales extranjeras.
Otro aspecto fundamental es el papel de las universidades en estos procesos. El caso TOM también dejó al descubierto las tensiones entre la autonomía académica y la regulación estatal. Si bien las casas de estudio tienen la capacidad de generar convenios internacionales, cuando se trata de infraestructuras críticas debería existir una coordinación más fluida con las autoridades gubernamentales. No para limitar la cooperación, sino para protegerla en términos de legitimidad y transparencia.
Finalmente, el caso TOM invita a reflexionar sobre cómo se construye el imaginario sobre China en América Latina. Mientras algunos sectores ven en el gigante asiático un socio estratégico para el desarrollo, otros lo perciben como una amenaza velada. Esta ambigüedad no es casual. China promueve una diplomacia científica activa, pero también mantiene un modelo de gobernanza del conocimiento profundamente estatista y funcional a sus intereses nacionales. Comprender esta lógica no implica rechazarla de plano, sino abordarla desde una perspectiva crítica e informada. Chile se encuentra en una encrucijada. Posee recursos únicos (como el cielo limpio en el norte del país o el litio) que lo convierten en un actor estratégico en la nueva economía del conocimiento. Pero también enfrenta el riesgo de quedar atrapado en la lógica de bloques, donde cada decisión debe ser evaluada por su impacto geopolítico. La ciencia, que hasta hace poco parecía escapar de estas tensiones, se ha convertido en una pieza más del tablero geopolítico.
En un mundo marcado por la desconfianza y la competencia tecnológica, la única forma de preservar la soberanía científica es fortaleciendo las capacidades internas, definiendo estrategias nacionales claras y gestionando con inteligencia las alianzas externas. Solo así Chile podrá convertir su potencial científico en una verdadera herramienta de desarrollo, sin quedar a merced de las presiones externas. La suspensión del proyecto TOM no es simplemente un incidente más: es una alerta. Un llamado a redefinir cómo se piensa la ciencia en Chile y cómo se construye su política exterior en un siglo donde el conocimiento es poder. En este nuevo orden mundial, quien controla la información, los datos y la tecnología tiene también la capacidad de definir el rumbo de las naciones. Y en ese juego, la neutralidad ya no existe.
Paola Henríquez es Periodista, Docente de la Universidad San Sebastián y Doctorante en Comunicación de la Universidad Austral de Chile.